Hambre y seda by Herta Müller

Hambre y seda by Herta Müller

autor:Herta Müller [Müller, Herta]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Ciencias sociales
editor: ePubLibre
publicado: 1995-01-01T05:00:00+00:00


La irrupción del dictado estatal en la familia[*]

El Día de la Mujer y la dictadura

Cuando mi madre se casó tenía veinticinco años. Inusualmente mayor para un país en el que las chicas se casaban a los dieciséis. El motivo de este retraso fue la irrupción de la Segunda Guerra Mundial y después la deportación a un campo de trabajos forzados en la Unión Soviética.

Luego, en 1950, había dos tipos de listas: la lista de los muertos y la lista de los que habían sobrevivido. Los nombres de los muertos se cincelaron en piedra enseguida. Los supervivientes, rotos en su interior, se apresuraron a casarse, a cumplir con la parte más sustancial de la norma. Eso les daba seguridad y era para ellos la mejor prueba de que seguían con vida. Pues su mente estaba herida; había visto la muerte. El número de mujeres y hombres supervivientes, una cifra fácilmente abarcable, determinó casi por sí solo quién acabaría emparejado con quién. «De no ser por la guerra nunca me habría casado con tu padre», decía mi madre. No se espantaba ante semejante frase, pues a muchos padres y madres de mi pueblo les pasaba lo mismo. Los hombres no lo decían jamás, las mujeres lo decían a menudo. Sentía que aquella primera necesidad de la posguerra no bastaba para toda una vida. Pero jamás quisieron cambiarlo; el divorcio era tabú.

Ya de niña veía a mi madre como a una mujer vieja. Entre ella y mi abuela no había ninguna diferencia. Se debía, según me parece ahora, a que se mataba a trabajar igual que mi abuela y a que hablaba o me cogía como ella, con movimientos escuetos y prácticos como quien realiza cualquier otra labor.

El Día de la Mujer no existía antes de los años cincuenta. Yo lo traje a casa de niña, lo traje del colegio como el «Día Internacional de la Mujer». Fue la irrupción de un dictado estatal en la familia. Como todos los niños, yo había hecho unos pañitos de ganchillo de colores bajo la tutela de los profesores. Se los entregué con mucho apuro y me costó un esfuerzo ímprobo cantar la canción que habíamos aprendido para la ocasión. Pues lo que hacía resultaba tan extraño en aquel hogar suabo como extraño nos resultaba lo «internacional». El pueblo estaba aislado del país, el país aislado del mundo. No venía nadie de fuera. Qué pintaba la palabra INTERNACIONAL entre el fogón y la mesa, los ciruelos y las gallinas de la granja, entre las casas de fachadas en pico y las boñigas de los caminos. Era tan absurdo como el «PROLETARIOS DEL MUNDO, UNÍOS» en las fábricas de la ciudad entre óxido, hierro y clases de formación del espíritu del Partido. Los viajes al extranjero estaban prohibidos; los contactos con extranjeros, tanto del este como del oeste, debían notificarse a la policía. La palabra INTERNACIONAL se burlaba de la boca que la pronunciaba; para quien la tomaba en serio implicaba interrogatorios de los servicios secretos, apertura de expedientes y pena de cárcel.



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